Entrevista a Lewis Binford

Revista Ñ (Argentina)

Lewis Binford es uno de los arqueólogos más importantes de la actualidad. Fundador en la década de 1960 de lo que se dio en llamar «Nueva Arqueología», sus trabajos determinaron una nueva concepción de la disciplina, algo que hasta sus mayores detractores admiten. Su relación con la Argentina es de larga data y, por eso, recientemente asistió al XVI Congreso Nacional de Arqueología Argentina, donde dictó una conferencia en la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy.

Se dedicó a la albañilería hasta que fue reclutado durante la Segunda Guerra Mundial y enviado a los cuarteles de MacArthur, ocasión en la que terminó transformándose en una suerte de vocero de los aldeanos locales. En la universidad, fue un desencantado estudiante de antropología y, luego, un adversario de las viejas preguntas de la arqueología.

Cuando se le piden precisiones sobre su profesión, dice: «Los arqueólogos tratan de aprender cosas acerca de la diversidad de los humanos. Y, en ese sentido, la arqueología es parte de la antropología.

Pero después, ¿por qué las cosas cambian con el tiempo? ¿Por qué cuando uno excava lo que encuentra es cambio? Esas son las grandes preguntas de la arqueología y para responderlas hay que utilizar las estrategias que usan las ciencias. Pero fundamentalmente, para mí, la pregunta del arqueólogo debe girar en torno del método. Porque si uno hace lo mismo todo el tiempo, si uno sigue recetas establecidas, no hay aprendizaje».

–¿Siempre pensó en ser arqueólogo?

–No. De chico mi modelo era mi familia, y todos hacían trabajo manual. Por eso empecé como albañil. A los 15 años ya era oficial de albañilería y había comenzado a trabajar con un contratista que hacía casas. Pero todavía estaba en la escuela y sólo podía trabajar los fines de semana. Nos hicimos amigos y terminé casándome con su hija, que fue mi primera esposa. Yo era muy joven, sí, pero sabía que me iban a llamar para la guerra –que ya había empezado–, y eso nos llevó a casarnos. Es decir que antes de interesarme por la arqueología, había trabajado con las manos.

–¿Y cómo fue que se acercó a la arqueología?

–Eso tuvo que ver con las experiencias que viví durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando fui reclutado, ya casi al final de la guerra, el ejército me tomó un test y resultó que yo era bueno para los idiomas. De modo que fui enviado a California, a una escuela, para aprender japonés. Me fue bastante bien y me mandaron como intérprete a los cuarteles de MacArthur. Mi primera tarea estuvo vinculada con los prisioneros. Los militares japoneses no les habían contado a sus familias qué les había pasado a estos soldados. No sabían si estaban vivos o muertos. Nosotros no sabíamos nada de los muertos, pero teníamos registrados los nombres de quienes habían sido tomados prisioneros y también conocíamos los nombres de las aldeas de las que procedían. Entonces me encargaron ir a esas aldeas, con una lista enorme, y darle información a cada una de ellas sobre los pobladores que estaban presos. En todas estas aldeas rurales había un jefe y, cuando yo llegaba, llamaban a todas las familias y había festejos porque yo les traía buenas noticias. Además, para ese momento, llegaron al cuartel informes de que los militares estaban haciendo cosas bastante estúpidas. En Okinawa, por la falta de agua, hay problemas para encontrar lugares donde sembrar arroz. Los militares tomaron uno de estos escasos lugares y decidieron armar allí una cancha de golf para los oficiales. La gente no estaba muy contenta con eso, claro. Me lo dijeron y yo se lo transmití a mis superiores, por lo que me convertí en una especie de vocero de los aldeanos locales. Además, los militares empezaron a construir caminos y así comezaron a encontrar tumbas. Ese fue mi primer contacto con la arqueología. Empecé a colaborar con los historiadores, que podían leer el japonés antiguo, y a descifrar los nombres de la familia, el año del entierro, quién era esa persona. Había muchos artefactos que acompañaban las tumbas y sugerí la construcción de un museo. Los militares lo aprobaron. Después de la guerra, el ejército me ofreció seguir, pero les dije que prefería ir a la universidad, que era lo que quería hacer antes de que me reclutaran.

–¿Y ya tenía definido qué iba a estudiar?

–Antes no, pero después de estas experiencias estaba decidido a seguir antropología. Empecé a estudiar en Carolina del Norte pero enseguida me decepcioné, porque los antropólogos se limitaban a describir culturas y a hablar de la relatividad cultural. Yo quería saber por qué las culturas cambiaban y ellos no me podían responder. Pensé que la respuesta podía estar en la arqueología que, en mi país, es una especialización de la antropología. Justo en ese momento, comenzaron a construir una represa que iba a afectar un espacio muy grande. Nos propusieron entonces, a un colega y a mí, a realizar un estudio del área que iba a quedar sumergida. La idea era recuperar la mayor cantidad de información arqueológica posible en el menor tiempo. Pronto nos dimos cuenta de que con una pala no íbamos a llegar a ningún lado. De modo que decidimos dejar el cucharón y los pinceles de lado y experimentar con algo nuevo. Sabíamos que, por el turismo, durante el verano no se hacían reparaciones en las calles. Le dijimos al condado que queríamos trabajar con los bulldozers para excavar pozos que nos permitieran tener un gran panorama primero, para saber dónde hacer excavaciones más detalladas después. Fue una de las primeras veces en que se trabajó así.

–¿Cómo continuó su carrera?

–Terminé mi master en Carolina del Norte y me fui a la Universidad de Michigan. En aquel momento, de ese centro procedían las distintas visiones que se tenían de la arqueología. Allí me doctoré y empezaron los problemas. Primero, porque yo tenía una pequeña empresa de construcción en Carolina y tuve que vender todo y abandonar la construcción. Después, para el momento en que estaba haciendo mi tesis, James Griffin, el arqueólogo más importante del Departamento de Antropología, había decidido que yo estaba loco y que la Nueva Arqueología era realmente mala. Griffin no me dejaba doctorarme. Finalmente, otros miembros del departamento, como Marshall Sahlins, aprovecharon una ausencia de Griffin y me permitieron defender mi tesis. A su regreso, Griffin se puso furioso, rojo como un tomate. Supe que me tenía que ir de Michigan y me fui a enseñar a la Universidad de Chicago.

–Cuando usted fue contratado en Chicago, ¿sabían ellos lo que estaba pasando con la Nueva Arqueología?

–Sí, lo sabían. Querían tener más estudiantes y pensaron que conmigo iban a atraerlos. Y así fue. Pude formar allí una nueva generación de arqueólogos que fueron muy importantes. –¿En qué momento exacto comenzó a pensar las ideas que dieron origen a la Nueva Arqueología?

–Para serle franco, yo no estaba solo ni era el único. En ese entonces, los arqueólogos éramos pocos. Muchos habían estado en la guerra, teníamos aproximadamente la misma edad y esa circunstancia facilitó los contactos entre nosotros. Pensábamos que se podía hacer mucho más de lo que se nos había enseñado. Éramos mayores que el resto de los estudiantes y estábamos casados, lo que constituía una diferencia. Mi mérito, supongo, es haber sido el primero en plantear por escrito las críticas y las propuestas que teníamos para hacer.

–¿Cuáles diría que fueron los principales postulados de la Nueva Arqueología que hicieron que efectivamente se la considerara «nueva»?

–Hasta ese momento, se nos enseñaba a clasificar las piezas arqueológicas. O sea, a encontrar en un sitio arqueológico un tipo de punta de flecha X, al cual le seguía en el tiempo otro tipo de punta Y, y así, en una sucesión temporal. Luego de establecida esa serie en un sitio, cada vez que yo encontrara el tipo X podría hablar de ese período cronológico que ya había fijado en otro sitio. Entonces, una vez clasificadas las piezas, los datos hablaban por sí solos. Si una punta de flecha X aparecía primero acá y después allá, bueno, había «migrado». A los que iniciamos esta nueva forma de pensar la arqueología, esa postura nos parecía ingenua. Los datos nunca hablan. ¡Son los científicos los que hablan! Nosotros, entonces, propusimos pensar en problemas y postular hipótesis que pudieran ser sometidas a prueba. Aunque después se supiera que esas hipótesis eran falsas o incorrectas, el hecho de postularlas y de someterlas a prueba era un avance: esas cronologías armadas sobre la base de tipos de puntas no se podían someter a prueba. Lasreacciones fueron algo airadas. Me acuerdo que en un congreso, en una sesión, había en el fondo un tipo de la vieja ola con el cual discutimos públicamente un buen rato. De repente el hombre se levantó y me dijo: «Si esto es la Nueva Arqueología, yo no quiero tener nada que ver con ella». Y se fue, teatralmente, esperando que todos sus estudiantes lo siguieran. Pero los tiempos estaban cambiando: ninguno se movió y se quedaron escuchando lo que teníamos para decir.

–Usted no se limitó a culturas del pasado, como hacen otros arqueólogos, ya que realizó numerosos trabajos estudiando a cazadores-recolectores actuales. ¿Qué lo llevó a dedicarse a la etnografía?

–La etnografía me ayudó a aprender sobre métodos. Creo que lo que une todos los pasos de mi carrera es mi pregunta sobre los métodos: cómo aprendemos cosas, cómo evaluamos nuestros argumentos, métodos de aprendizaje o estrategias. Y los cazadores- recolectores actuales saben cómo construir sus conocimientos. Cuando fui a trabajar con los Nunamiut, un grupo esquimal de Alaska, me di cuenta de que ellos sabían todo lo que había sucedido en un lugar a partir de los huesos. Me decían: «Un viejo estuvo acampando aquí hace tres días. Estaba su hija con él». Podían leer los huesos. Los Nunamiut, como otros cazadores-recolectores actuales, hacen cotidianamente lo que un arqueólogo debería ser capaz de hacer con sus materiales. Por eso también trabajé fundamentalmente en el desierto de Kalahari, en África, y en Australia. Allí los cazadores-recolectores nos permiten saber qué cosas producen, qué patrones dejan sus campamentos, y los arqueólogos podemos usar esos conocimientos para interpretar los materiales que encontramos en el presente y saber lo que ocurrió en el pasado. Para ser más claro, hacemos lo que hacen los investigadores de CSI. ¿O son ellos quienes hacen lo mismo que los arqueólogos?

Un comentario

  1. Hola comova?realmente no creo q lewis binford lea esto pero igual lo digo.Yo estudio historia en el instituto superior del profesorado «dr joaquin v gonzalez» y entre las materias q curso esta arqueologia,a cargo de la profesora Alicia Tapia.Lei sus estudios sobre los nunamiut y su patron ciclico de la tierra en funcion de la estaciones.Con su campamento de caza,escondrijo de piedra,campamento de los enamorados,cortejo y formacion,etcetera…muy buen trabajo y considero q el dr binford es el mejor arqueologo q lei.

    Santiago Gabriel Labado(argentina)

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