A lo largo de su historia la antropología ha debido lidiar con su “pecado de origen” que fue el de haberse consolidado como disciplina del campo científico en pleno desarrollo, y con la bendición, de las políticas colonialistas de la Europa decimonónica y la naciente potencia norteamericana.
La antropología fue, sin lugar a dudas, una de las tantas herramientas de esa expansión y administración colonial que afectó fundamentalmente a los pueblos de Africa y Asia. Su hegemonía no sólo se manifestaba en las relaciones asimétricas de poder entre el investigador y su objeto de estudio (y bien digo objeto y no sujeto), sino también en relaciones de fuerza más palpables como la de formar parte de una expedición militar.
Esta relación entre ejércitos, políticas militares y antropólgos ha sido una práctica no poco frecuente en los países centrales con proyectos expansionistas; aunque valga puntualizar que al interiror del llamado Tercer Mundo también hubo lo suyo.
Si bien figuras como la de Franz Boas rechazaron públicamente la colaboración profesional con organismos de inteligencia de Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial, hubo quienes decidieron involucrarse a pleno en ese tipo de intercambios. Evans-Pritchard construye su famoso trabajo Los Nuer sobre la marcha, en plena Segunda Guerra, de una expedición punitiva de las fuerzas militares inglesas en un Sudán disputado con los italianos. El propio Evans-Pritchard era parte de la Sudan Auxiliary Defence Force cuando da forma a su etnografía. Ruth Benedict, como lo demuestra su obra El crisantemo y la espada, participó activamente en la elaboración de informes respecto a la cultura japonesa para el Ejército estadounidense. Por su parte, las oficinas de Servicios Estratégicos y de Información de Guerra de este último país acogió la colaboración de no pocos antropólogos.
La entente, en la década de los 50, entre la Asociación Antropológica Estadounidense (AAA) y la Agencia Central de Inteligencia (CIA), sin olvidar la fallida Operación Camelot y otras acciones no menos escandalosas para operaciones militares encubiertas en Vietnam y Sudamérica, fueron algunas de las tristes páginas que escribió la disciplina en tiempos recientes, cuando desde sus filas se apoyaron causas de, por lo menos, dignidad inverosímil.
Hechos como los citados, a los que se suma actualmente el programa del Congreso estadounidense Pat Roberts Intelligence Scholars Program (PRISP), que acoge, entre otros, a estudiantes de antropología de las universidades de los Estados Unidos para tareas de espionaje para el gobierno, han provocado profundos debates; llegando la Asociación Británica de Antropología Social a juzgar como éticamente peligrosas ciertas becas y programas de estudio. Estas controversias han dado paso a la desesperada crítica posmoderna conta el orden colonial, la autoridad etnográfica y la propia capacidad científica de la disciplina, una vez pasadas aquellas experiencias comprometidas con los procesos de descolonización producidos a mediados del siglo XX.
Las recientes invasiones a Afganistán e Irak han potenciado las polémicas en el seno de los países ocupantes, sin que se alcanzara un concenso en el ámbito profesional, ya que una vez más, y en pleno siglo XXI, nos encontramos con antropólogos acompañanado campañas militares que mucho tienen de neocolonialistas.
Recientemente, el periódico estadounidense The Christian Science Monitor (7 de septiembre) reflejaba en un artículo, que llevaba por título “US Army’s strategy in Afghanistan: better anthropology”, las evidencias de cómo la estrategia de contrinsurgencia del Ejército nortemaericano se ha venido desarrollando en las montañas del este de Afganistán con ayuda del trabajo de una antropóloga uniformada, con identidad protegida.
Como parte de un Human Terrain Team (HTT) – el primero en ser desplegado, aclara el cronista- ella pretende interactuar con cientos de hombres y mujeres afganos para aprender como ellos piensan y lo que ellos necesitan.
Encontrar formas de desafiar el miedo y aprender qué hace a los afganos decidir apoyar al gobierno o a sus enemigos es parte del trabajo del HTT. El ingrediente clave es «una analista cultural», en este caso, Tracy, la antropóloga en uniforme de combate.
Según el artículo, ella ha entrevistado a cientos de mujeres afganas y hombres, oyendo cuan cansados están de la guerra. En nueve meses, Tracy dice haber ganado un conocimiento y reconocimiento profundo, lo que les permite apuntar a llenar “el vacío que el Talibán y otros actores infames quieren llenar”.
Tracy le dice a los afganos que ella quiere «mejorar el entendimiento de los militares respecto a la cultura local, entonces no cometeremos errores como en Irak”. Las opiniones de los militares de los EU se desarrollan en consecuencia, complementando potencia de fuego con una contrainsurgencia más simpática.
Pequeñas cosas pueden tener un impacto grande, dice el periodista. Se refiere el caso de estudio sobre los jóvenes ociosos en el Valle Shabak. «Yo no sabía que era un problema en aquella comunidad; ellos no me dirían sobre esto», dice Dave Woods comandante de escuadrón. «(Ella) toma la población y la analiza (dissecting it), y nos da los datos específicos para mejorar o ayudar a solucionar otros problemas. Este no es el fin, pero esto es un instrumento».
Al castellano dissect puede ser traducido como disecar o como analizar minuciosamente. He preferido utilizar éste último término, pero me gustaría saber por cuál están optando los uniformados.
Leandro Etchichury septiembre 2009