¿Nuevos conocimientos sobre viejas prácticas? Un acercamiento al saber policial en torno a la minoridad delictiva

Mariana Sirimarco

I

La producción de nuevo conocimiento, o la combinación del ya existente bajo nuevas modalidades, con el objeto de dar lugar a transformaciones que resulten en nuevos productos significativos, supone un complejo proceso de aprendizaje, que opera en múltiples niveles. Señala Lundvall que el conocer no se agota en el solo conocimiento fáctico (know-what), sino que implica asimismo el conocimiento de principios, leyes o reglamentos básicos (know-why), así como el know-how: el conocimiento de las capacidades o habilidades requeridas para la acción (en López, s/d).
Lo anteriormente dicho puede tal vez aportar a la reflexión acerca del proceso de enseñanza/aprendizaje en el ámbito de la Escuela Superior de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (PBA), en tanto trae a colación herramientas útiles para reflexionar en torno al proceso de adquisición de nuevos conocimientos, y a la modalidad (y factibilidad) por las que discurre el aprendizaje en este espacio educativo.
En tanto la Escuela constituye la institución encargada de dictar aquellos Cursos de capacitación que debe cumplir el cuadro de Oficiales como condición previa y obligatoria para el ascenso a ciertos grados de la jerarquía1, sus alumnos son personal policial que ya cuenta con varios años de servicio en la fuerza. Estos Cursos representan, en la mayoría de los casos, el único espacio de educación formal que dichos alumnos han frecuentado desde su egreso de la Escuela de Cadetes; esto es, desde el inicio de su carrera profesional. En tal sentido, muchas de las asignaturas cursadas suponen un primer contacto con la materia tratada en ella, ya sea porque sus contenidos se han visto escasa o superficialmente con anterioridad, o bien porque nunca se han visto para nada.
Tal es el caso de la asignatura Derecho de Familia y Minoridad, dictada por una Licenciada en Abogacía. A juzgar por los dichos del propio personal policial, los menores delincuentes se han transformado en una de las problemáticas que más azotan al conurbano bonaerense, y para la cual no han sido nunca preparados. Capacitarlos en este campo es uno de los objetivos de la materia, acercándoles los conocimientos que requiere su función en relación a la legislación vigente respecto de los menores en conflicto con la ley penal.
La enseñanza brindada por la Profesora va más allá del mero comentario de la ley. Y no es extraño que entre números de artículos y explicaciones de alcances legales se cuele una y otra vez otra clase de discurso:

Hay que discriminar al menor de la calle y al menor delictivo. Y aun así hay que saber tratar al delictivo, porque ustedes tienen privilegios que ellos no tienen. El chiquito que los insultó, lo único que sabe es que va a ir a una institución, que lo despreciaron, que no lo quiere ni la familia. Ustedes piensan: «el menor es peligrosísimo, es nuestro enemigo». Para él, ustedes son los enemigos. Los menores y los policías se ven como enemigos. No es la realidad. Ambos son víctimas. Son menores que no tienen afecto, de los que nadie se preocupa ni nadie les habla. Ni los padres los quieren. ¿Quiénes tienen más obligación? Ustedes, que están por elección -les guste o no-, que fueron a una Escuela Superior, que tienen un sueldo, un objetivo, un sentido de vida. Los menores no son sus enemigos, no tienen ni las posibilidades ni la instrucción que tienen ustedes.
(…)
Cuando se detiene a un menor hay que llamar inmediatamente a los padres y al juez. Cosa que no se hace, se lo llevan y listo. Eso es incorrecto, y muchos lo hacen. Es una cuestión de procedimientos. No cuesta nada hacer las cosas bien. Esto es lo que no tienen que olvidar: cuál es su función y su grado de responsabilidad. Es para que se cubran de un sumario. Ante la duda, cúbranse, hagan las cosas bien.

Semejante pieza discursiva no es inocente. Alude -sin hacerlo directamente- al conocimiento de las representaciones habituales de la policía respecto a los menores delincuentes (el enemigo), y a las prácticas también habituales a los que los someten (el maltrato)2. E intenta revertir estas cuestiones a través de una estrategia que se revela, en principio, más astuta que la condena moral de su accionar: la seguridad personal. Donde la actuación bajo el marco de la ley no se recalca como el desempeño correcto per se, sino como la manera de ponerse a resguardo del sumario administrativo3 que cualquier omisión de los procedimientos legales les pudiera ocasionar.
El conocimiento impartido opera, entonces, cuestionando el conocimiento policial, a la vez que proponiendo nuevas herramientas y parámetros para delinear una nueva modalidad de conocer que pueda dar cuenta de nuevas pautas de acción policial respecto a la minoridad delictiva. Este proceso de «enseñanza» se revela, es claro, como conflictivo, en tanto implica la impartición de nuevas perspectivas a quienes ya cuentan con un importante bagaje institucional.
Menciona Foucault (1984) que las prácticas sociales conforman dominios de saber: lo que un grupo hace, sus hábitos, sus concepciones, constituyen un terreno definido de conocimiento; a manera de coordenadas, delimitan un determinado campo de saber. Campo que hace aparecer, a su vez, nuevos objetos, conceptos, y técnicas de conocimiento: procedimientos, formas de requisas, teorías acerca de la minoridad delictiva, etc. Las prácticas policiales funcionan de tal modo, dando lugar a un conocimiento único, que sólo los policías -en virtud de serlo y saber, por lo tanto, lo que saben- poseen.
Lo que subyace a este proceso de enseñanza/aprendizaje es, entonces, la confrontación entre dos saberes especializados -el del derecho y el policial-, en tanto «cada tipo de discurso se convierte en una especialización privilegiada por cierto grupo de actores, con la que se instaura una compleja división del trabajo político-moral y cognitivo» (Soares, 1995:285).
Resulta de esto una suerte de tensión entre ambos saberes, tensión que no se manifiesta en el espacio de las aulas sino en charlas informales que escapan a la presión de estar siendo calificados. En el contexto de las clases, los policías no hacen sino hablar desde el «deber ser» y dar cuenta de procedimientos sumamente respetuosos de la ley. Fuera de ellas se animan a confrontar con el saber jurídico a partir de las experiencias que les depara el ejercicio de su profesión.
Lo que esto hace es poner de manifiesto el proceso de recepción del conocimiento impartido, teniendo en cuenta que los hábitos adquiridos pueden bloquear la incorporación de nuevos conocimientos, si estos entran en tensión con la propia experiencia. Si un experto es todo aquel que puede aducir capacidades o conocimientos específicos frente a otro que carece de esta formación, es claro que Profesora y alumnos se posicionan cada uno desde su propia expertise, donde ésta debe ser entendida en términos contextualmente relativos (Giddens, 1997).
Señalan Kalinsky y Pérez que «los conocimientos surgen de una encrucijada de discursos y prácticas que responden a diferentes, y a veces encontrados, intereses y ´lobbies´. Entre ellos se invalidan, cuestionan o autorizan. Cada uno trata de imponerse al otro con sus propios principios de racionalidad» (1993:6). ¿Qué discursos, prácticas y representaciones abonan el saber policial respecto a la minoridad delictiva, propiciando esta suerte de «pugna» con el saber jurídico? ¿Cuál es la lógica que puede sustentar el maltrato a estos menores como elemento estructurante del campo de saber policial?
Este trabajo puede leerse en dos niveles. Intenta, en primer lugar, un acercamiento al conocimiento que el personal policial construye en torno a esta problemática. En una tentativa de desnudar la racionalidad que lo subyace y de reflexionar, por ende, acerca de las fuentes de autorización en que se apoya y las fuentes de desautorización con que deslegitima al saber jurídico. Sugiere también, en segundo lugar, y en no menor medida, una reflexión respecto a las posibles dificultades que conlleva el proceso de enseñanza/aprendizaje en un espacio educacional como el mencionado.

II
Y mañana le rompieron la cabeza a una vieja, o te violaron a vos, y yo te tengo que atender a vos, que te violaron los mocosos esos…A mí me podés decir que «al menor tenés que llevarlo a tal lado, tenés que hacer esto, no tenés que tener malos tratos», pero a los familiares o a las víctimas de un ilícito ocasionado por un menor, ¿quién las contiene, quién las ayuda, quién les repara el daño? Porque hoy un pendejo de 12 años te mata. Te mata.

Este argumento que carga las tintas en la «victimización» de las víctimas es una constante en el discurso policial. Resulta interesante observar que, siempre que se toca el tema de los delincuentes (sean estos menores o no), y siempre que se roza el tema de sus derechos, el personal policial inmediatamente vira el foco de atención hacia la víctima, desplegando el abanico de sus padecimientos. Este mecanismo de fuga no sólo intenta enfrentar al oyente con argumentos que tienen mucho de extorsión emocional y de golpe bajo. También se revela como un dispositivo sumamente eficaz que logra, mediante el discurso, la imposibilidad de fijar en la figura del delincuente el derecho a garantías.
Hannah Arendt menciona que uno de los «trucos» practicados por los nazis para bloquear la piedad instintiva que pudieran sentir por sus víctimas consistía en «invertir la dirección de estos instintos, o sea, en dirigirlos hacia el propio sujeto activo. Por esto, los asesinos, en vez de decir: ´¿Qué horrible es lo que hago a los demás!´, decían: ´¡Qué horribles espectáculos tengo que contemplar en el cumplimiento de mi deber, cuán dura es mi misión!´» (2000:161).
Si no un mecanismo de inversión, sí un mecanismo que vira la dirección del argumento opera en el discurso policial. Así, a través de desplazar el eje de la discusión del delincuente hacia las víctimas, la policía logra desplazar los derechos de uno hacia los derechos de las otras, encubriendo, en esta traslación, una racionalidad particular: que no debieran tener derechos aquellos que atentaron contra los derechos de los demás. Ya que como lo explica un policía, «no es un daño si nosotros oprimimos a los que quiebran la ley, porque ellos son opresores en su propio derecho» (citado en Reiner, 1992:111).
La apelación a la perspectiva de las víctimas bien puede entenderse como una suerte de mecanismo de justificación interna que opera minimizando las garantías que se le debe a todo delincuente ante el dolor de las víctimas (robadas, violadas, asesinadas). En este sentido, si el delincuente puede entenderse como no merecedor de ser tratado conforme a derecho es porque el estatuto mismo de «delincuente» lo niega en tanto persona, en tanto sujeto pasible de ser convertido (también) en víctima (Zaffaroni, 1993).

III
Lo que pasa es que cambia la forma de pensar de minoridad de una Profesora, que es una Licenciada, a un policía. ¿En qué, te digo? La profesora, o un civil, lo va a ver al problema que tiene el menor, entendés, como que el menor es una víctima. Nosotros lo vemos como imputado, el menor que te traen a la comisaría, te estoy hablando del menor chorro. A mí me traen un chico de 14 años que le rompió la cabeza a una viejita para sacarle $200, yo le quiero comer el hígado…Lejos de asistirlo, contenerlo, a ver cómo es el ámbito social que lo rodea: «uy, el padre borracho, la madre que trabaja en un prostíbulo». ¿Por qué? Porque es chorro, es ladrón, por más que sea menor, ¿entendés lo que te digo?. ¿Tenés que pensar: «uy, pobre menor»?. Tiene que estar detenido. Tiene que ser reeducado. Ahí está el abismo entre lo legal, la materia en sí, de Minoridad, todo eso, a lo que pasa en la realidad. Yo a esta gente la metería en la Comisaría.

Dos construcciones permean fuertemente la visión que la institución policial mantiene respecto a la minoridad delincuente. Una, explícita, que indica que, mucho antes que menores, son delincuentes (y muy peligrosos): «el chico de 15 años de hoy no es el del año ´50, ese niño está teniendo conductas de adulto, pensando como adulto. Ya es un delincuente hecho y derecho. Los menores están armados. Los menores son muy salvajes, verduguean a la gente, la golpean, quieren tirar a la gente a las zanjas «. Lo que se dirime aquí es la cuestión de la inimputabilidad4, en un continuum de sentido que, al naturalizar la infancia como una suerte de «edad de la inocencia», otorga carácter de adulto al menor capaz de cometer hechos delictivos y entiende, por lo tanto, que debe ser punido como tal.
Otra, implícita, pero no menos fuerte, que sugiere que los delincuentes -en tanto chorros, ladrones, asesinos, ergo, marginales, – no son gente5. O, al menos, no en el mismo grado en que lo son las «personas de bien».
A los menores delincuentes, su labor delictiva los despoja de los derechos que detentan, y los transforma, como señala Da Matta, en individuos, o, lo que es lo mismo, en unidades aisladas, seres anónimos. Sostiene este autor que mientras la persona es aquel sujeto socializado, que remite a una unidad social y a una serie de relaciones sociales, el individuo es ese «elemento desgarrado del mundo humano y próximo a la naturaleza, como los animales, (…) alguien que fue incapaz de dividirse, de darse socialmente. Estando indivisa, aquella criatura no fue capaz de ligarse a la sociedad, no fue penetrada por ella, como ocurre cuando se es una persona» (1978:189-190). Se trata de «individuos sin representación alguna, enteramente sujetos a las leyes del mercado y del estado» (1978:198). En tanto tales, es dable esperar que el universo de las leyes no les sea del todo merecido, por encontrarse en esa situación que los convierte en vulnerables a la falta de consideración y garantías que se les debe a quienes son «gente de bien».
Este planteo no hace sino evidenciar que la ciudadanía no es un bien universal. La violación de los derechos liberales de la democracia, mas el respeto de sus derechos políticos, ha sido señalado como una de las particularidades de los estados burocrático-autoritarios -entre los que O´Donnell sitúa al argentino-, dando lugar a lo que este autor denomina una ciudadanía de «baja intensidad». «Una situación en la que se vota con libertad y hay transparencia en el recuento de los votos pero en la que no puede esperarse un trato correcto de la policía o de la justicia, pone en tela de juicio el componente liberal de esa democracia y cercena severamente la ciudadanía» (1997:272-273).
Esta ciudadanía de «baja intensidad» también acepta matices, ya que la figura del ciudadano igual a todos los demás con abstracción de su posición en la sociedad -continúa O´Donnell- es falsa en diversos sentidos. Y esto porque los sectores populares a lo sumo han accedido a una «ciudadanía regulada» que, más que un canal para la expansión de sus derechos, se ha volcado hacia la oclusión de ciertos espacios institucionales.
A estos sectores populares (y yo me atrevería a añadir que con más razón a los marginales), la «extraordinaria violencia policial» -«las intervenciones ilícitas de la policía en los barrios pobres, la práctica difundida de la tortura y aún de la ejecución sumaria de sospechosos que residen en los barrios pobres o por alguna otra razón son estigmatizados» (1997:267)- les revela su carencia de elementales derechos.
No es fortuito el hecho de que la condición previa que posibilitó el tratamiento que la población judía sufrió a manos del Estado nazi fuera su desnacionalización, situación que los convirtió en ciudadanos sin derechos y abonó el camino para los campos de concentración (Arendt, 2000; Agamben, 2001). Ya que, al decir de este autor, «los derechos del hombre se encuentran desprovistos de cualquier tutela desde el momento mismo en que ya no es posible configurarlos como derechos de los ciudadanos de un Estado» (Agamben, 2001:24-25).
Más allá de las obvias (y enormes) diferencias formales, creo que es posible identificar una misma racionalidad operando en el discurso policial, donde la percepción de los menores delincuentes como ciudadanos «de segunda» habilita su percepción de sujetos destinados a ser tratados con (cierta) prescindencia de la ley.
En el caso de los judíos, la desnacionalización fue el paso previo y facilitador hacia los campos de concentración, campos que Agamben (1998) definió como estados de excepción, en tanto espacios en que la ley queda suspendida de hecho, y donde todo, en virtud a esta interrupción, es posible.
La situación de los menores delictivos bien puede ser pensada en estos términos, con la salvedad de distinguir los matices pertinentes. A una escala tal vez más reducida, el trato a que se ven sometidos por el personal policial -trato que opera al margen de la ley e implica una variedad de acciones ilícitas posibles- no dista mucho de rozar las particularidades que implica un estado de excepción. Ya que como Agamben advierte, tal estado resulta de la emergencia de una estructura jurídico-política donde hecho y derecho se confunden por completo, «independientemente del tenor de los crímenes que allí se comentan y cualesquiera sean su denominación o sus peculiaridades topográficas» (1998:221).
Esta estructura no se agota -continúa el autor- en los solos espacios de los campos de concentración nazis, sino que se transforma en «la matriz oculta de la política en que todavía vivimos, la matriz que tenemos que aprender a reconocer a través de todas sus metamorfosis» (1998:223). Ya que lo que era anteriormente una suspensión temporal del derecho se ha convertido ahora en una nueva y estable estructura.

IV
Yo lo veo así, porque yo soy policía, estoy en contacto con eso y es lo que me pasa todos los días. Claro, ella sabe, tiene todo el tema civil, me entendés, pero al tema legal, de cómo es el delito, o cómo se maneja, en la calle, la forma delictual -no la asistencial-, de lo que le falta al menor, de los problemas que tiene, de lo delictual, falla en ese punto de vista. No falla, le falta. Claro, ahí está el choque. Por eso te digo, yo si agarro a la Profesora, la llevo a un caso puntual, a un menor que ya vino 30 veces a la Comisaría, y la pongo frente a ese menor, le va a hacer carita buena el menor, le va a contar los problemas familiares que tiene, y ella va a tomar una actitud…va a intentar resguardarlo: «hay que hacer esto, hay que hacer aquello». Y no va a poder ver el lado oscuro, que es el lado que vemos nosotros. Por ahí nosotros no vemos lo otro, o no nos interesa, entendés, nosotros ya lo vemos del lado de policía…

Ver las cosas del lado de la policía significa estar en condiciones de ver el lado oscuro. Lado que -como lo sugiere la cita anterior- no es de fácil aprehensión para personas ajenas a la profesión, legas en este ejercicio que constituye, tal vez, una de las «habilidades» que el personal policial se enorgullece de poseer: el saber distinguir a la gente, buscando en ella lo que puede estar oculto.
Todo lo dicho hasta el momento no hace sino confirmarnos que el policial resulta ser un poder eminentemente clasificador, apoyado en una constante y minuciosa observación -de sucesos, de personas- y en una permanente clasificación de lo observable6. Clasificación que es una guía para la acción, ya que no todos los ciudadanos son iguales, y la diversidad de sus matices exige una consecuente diversidad de gestión. En la labor policial, una correcta identificación de las personas se vuelve primordial, ya que de ella va a depender la clase de acción a llevarse a cabo.
Pero así como clasifica personas, el poder policial también cataloga penas. Revela Kant de Lima (1995) la existencia, en la policía de la ciudad de Rio de Janeiro, de una «tipificación policial» de los crímenes y las penalidades a ser aplicadas a ellos. Semejante clasificación ajena al Código Procesal Penal es utilizada por la policía para designar a los tipos de crímenes y criminales -asaltantes, traficantes, violadores- pasibles de recibir punición por violencia física.
No resulta sorprendente constatar que tal violencia física «es usada principalmente cuando la persona envuelta en la investigación está clasificada como marginal -delincuente o perteneciente a las clases inferiores-, no poseyendo status social y económico y no estando ligada a ningún grupo que pueda punir a los policías por abuso de poder» (Kant de Lima, 1995:85-86). En otras palabras, cuando el implicado -en tanto ciudadano «de segunda»- puede ser tratado con prescindencia a una ley de la que no resulta parte amparada.
Así, operando con diversos parámetros que permiten la identificación de cada individuo, la policía construye una jerarquía social, confiriendo tratamientos distintos a distinta gente, y elaborando un código de procedimientos con un amplio margen de acción. Para ciertas personas o ciertos delincuentes, «la capacidad de acción es casi ilimitada, quiero decir, la violencia es siempre posible» (Bretas, 1997:112).
Para la labor policial, la violencia física no es más que un medio para «hacer justicia», cuando se considera que el solo cumplimiento de la ley no es suficiente para lograrla. Cabe preguntarse si esto no es aplicable al caso de los menores delincuentes, quienes, en virtud a su inimputabilidad y a la inexistencia de instituciones adecuadas para su reclusión en caso de crímenes graves, muchas veces quedan sin condena. «Yo sigo laburando porque total hasta los 18 no me hacen nada, no junto antecedentes», comenta un policía que comentan los menores delincuentes, enfatizando el hecho de que ya se refieren al delito como un trabajo. Es indudable que, para los policías, esta situación genera gran impotencia.
Y es que según la concepción jusnaturalista, «la violencia es un producto natural, por así decir una materia prima, cuyo empleo no plantea problemas, con tal de que no se abuse poniendo a la violencia al servicio de fines injustos» (Benjamin, 1991:2, subrayado propio). Resulta entonces que la violencia se halla legitimada cuando responde a fines justos. Para la acción policial, que cimienta su labor en la consecución de metas lícitas (lograr una confesión, atrapar a un criminal), la violencia física deja de ser un instrumento reprochable para imbuirse de la misma legitimidad de los fines a los que se consagra. No hay que olvidar que la construcción del delincuente como enemigo, como símbolo del lado oscuro -mecanismo tan caro a la fuerza policial-, convierte en loables todas las acciones hostiles hacia él.
El poder policial se constituye, así, en un poder discrecionario, que administra diferencialmente el acceso a la ley. Huelga decir que este afán clasificatorio no supone una instancia que la fuerza policial produce en el ejercicio de su labor, sino, más bien, que reproduce las concepciones vigentes en la sociedad y en el sistema político, que excluyen de la ciudadanía a una parte significativa de la población. Bien saben los policías -señala Bretas (1997)- que la protección de la Justicia no es para todos.
En este sentido, la función de la institución policial de servir como auxiliar de la Justicia se resignifica: el ejercicio del poder policial se vuelve una administración informal de la misma que, lejos de ser aleatoria, «termina por consolidarse en prácticas reconocidas. Pasa a existir un código informal de proceso penal que dispensa a abogados y jueces» (Bretas, 1997:115)8. El policía se convierte así en un intérprete de la ley, capaz de discernir a quiénes aplicarla y a quiénes exceptuar, en tanto ésta no funciona igualmente para todos.
La violencia ejercida por la policía se constituye, en este sentido, como violencia conservadora del derecho, en tanto el ejercicio del poder policial supone un mantenimiento del orden legal. Pero no sólo esto. La actuación policial supone también una violencia fundadora. Tal como lo explica Benjamin, «la policía es un poder que funda -pues la función específica de éste último [el derecho] no es la de promulgar leyes, sino decretos emitidos con fuerza de ley- y es un poder que conserva el derecho, dado que se pone a disposición de aquellos fines» (1991:8).
La policía deviene así una institución con poder tanto para disponer como para ordenar: con la posibilidad de perseguir fines jurídicos y con la posibilidad de establecer para sí misma tales fines, en virtud de haberse suprimido, en ella, la división entre violencia preservadora y fundadora de la ley (Benjamín, 1991). Ya que, citando a Taussig, es la policía quien, «a través de la violencia o la amenaza de la violencia, diariamente hace la ley tanto como la mantiene» (2001:17).
Como se ve, la relación que la policía establece con la ley es, por decir lo menos, compleja. Ésta es capaz tanto de ser reverenciada como la razón sine qua non de la función policial, como de ser soslayada. Lo que se dirime en cada caso no es sólo una instancia de interpretación de la ley, es también una instancia de posicionamiento policial frente a ella. Ante los «hombres de bien» la policía es un mero auxiliar de la Justicia, y la ley se esgrime como un recurso de protección para los buenos ciudadanos.
Pero en la labor cotidiana contra la delincuencia, la ley se transforma en un obstáculo a la eficacia profesional, al buen fin de lo que se enarbola como la misión policial: la prevención de ilícitos, el arresto al delincuente, el control de un grupo peligroso. En estos casos, el respeto a la ley entra en tensión con la labor policial, y se revela como un punto de contradicción, donde ésta resulta resguardar a aquellos a los que se debería castigar. No es de extrañar entonces que el poder policial resuelva esta disyuntiva erigiéndose él mismo en el brazo punitivo de la ley.

V
Señala Foucault (1984) que todo saber recorta una determinada parcela de conocimiento, origina una nueva forma de subjetividad, da lugar a un cierto orden de verdad, confiere sentido y razón a la propia visión del mundo. Las páginas precedentes han sido un intento por aproximarse al saber policial en torno a la minoridad delictiva, y por exponer algunos de los argumentos y concepciones que sustentan el conocimiento policial en relación a esta temática. Conocimiento que se estructura a partir de una compleja interrelación de diversos elementos, de los que sólo he dado cuenta en reducida medida.
Resulta evidente, sin embargo, que desnudar esta trama implica no sólo entender cómo la institución policial construye a los menores delincuentes, sino también cómo se construye a sí misma en relación a ese otro. Entender los muchos matices que supone, para el personal policial, el real desempeño de su labor y su misión es uno de los ejes más importantes para acercarse a la racionalidad con que estructuran su saber y su expertise.
Sería totalmente contradictorio imaginar un conocimiento que no fuese en su naturaleza obligatoriamente parcial, explica Foucault, ya que «el conocimiento es siempre una cierta relación estratégica en la que el hombre está situado» (1984:30). Poseer un cierto saber es posicionarse (y definirse) en relación a otros objetos, discursos y sujetos; es decir, en relación a otros dominios de conocimiento. Lo que se conoce se conoce perspectivamente: uno sabe lo que sabe por ser quien es y estar donde está, o lo que es lo mismo, por oponerse a aquel otro en relación al cual uno posee dicho conocimiento. Conocimiento -continúa este autor- que «es el efecto de esa batalla» (1984:31).
Tal vez ahora se comprenda mejor la especial tensión que resulta del encuentro del saber policial y el saber jurídico, en tanto dos saberes especializados que proponen, en una misma problemática, miradas distintas, y que leen, en virtud de su especificidad profesional, distintas modalidades de abordaje y distintos procedimientos. Cada uno de ellos plantea un determinado know-how que habrá de organizar su labor, un saber hacer que ayudará a delinear la línea de separación entre el lego y el experto.
Saber hacer que posiciona a los policías como profesionales, en tanto es la realización de cierta praxis -considerada específica de su función- lo que los define como tales. Habrá que preguntarse en este punto por la factibilidad del proceso de enseñanza en el espacio de la Escuela Superior, si sus alumnos perciben que la incorporación de nuevos procedimientos -ajenos a su campo de saber- opera cuestionándolos no sólo en su expertise sino en su identidad policial.

Ponencia presentada en las Primeras jornadas de Jóvenes Investigadores en Antropología Social
Octubre de 2003
FFyL- UBA

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